El hombre con un sombrero de paja caminaba por un sendero cortando la profundidad de los cerros azules. Se dirigía a la aldea de Humukena, donde sabios campesinos habían desarrollado, por intermedio de diversos injertos, una clase de planta cuyos frutos eran bombillos eléctricos, los que eran utilizados para iluminar la comarca. En el rostro barbudo y anguloso del hombre se notaba el cansancio de trajinar caminos. Al llegar frente a un campesino que araba la tierra con una yunta de bueyes, habló:
—Busco a Muela de Gallo.
—¡Sooo! —gritó el campesino frenando a los animales. Lanzó un eructo y respondió—. Seguro que anda destilando sus pociones. Vive allí —agregó señalando una casa de tejas negras.
El hombre se quitó el sombrero, saludó al agricultor y se marchó hacia la casa. Luego de andar unas cuadras estuvo frente a una puerta de madera. Golpeo el dragón plateado que tenía como aldaba y espero unos segundos. De pronto apareció un anciano que flotaba, descalzo y en harapos.
—Hace mil años que te esperaba —dijo Muela de Gallo—. Pasa.
El hombre ingresó a la casa y sintió la presencia de seres luminosos. En el cuarto había botellas de cristal, tubos de ensayo, redomas de arcilla etiquetadas, y afuera, bajo un mango frondoso, un viejo alambique. Muela de Gallo llamó al viajero. De un arcón tallado en madera extrajo una botella que contenía un líquido dorado. Se la entregó.
—Sólo funciona si se comparte —dijo observándolo con ojos sin tiempo.
—¿Qué es?
—El elixir de la felicidad.
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