jueves, 22 de abril de 2010

PATAGONIA

Foto by Juan Pomponio


Patagonía era devastada por inescrupulosos. Corría el año de las injusticias, y correría también la sangre a raudales.
La eterna partida entre el bien y el mal estaba siendo ganada por éste último en una tierra dominada por la insensatez y la más oscura de las crueldades, la de ser consciente de la propia crueldad y que la moral no reaccione.
Pero los pastores subestimaron al rebaño. Sólo hizo falta que esa simbólica primer oveja negra tiñese progresivamente a sus congéneres. Entonces el rebaño tuvo autoconsciencia de sí y del mal que lo oprimía.
Poco a poco Patagonía comenzó a poblarse de más y más ovejas que se resistían a ser esquiladas y esquilmadas. Comenzaron las matanzas, pero contrariamente a lo esperado, esas masacres no hicieron más que amedrentar aún más a las famélicas ovejas que llegaban de todas direcciones.
Los animales corrieron por la pampa, y a pesar de las armas de los estancieros, la inmensidad del paraje se cubría de más y más de ellos. Había cambiado el color de las cosas.
Invadieron las estancias, al tiempo que los hacendados se encerraban en la parte alta de sus casas y cargaban sus rifles, con las facciones inundadas de una inexpresable sorpresa. Se combinaban una bestial inhumanidad con una humana bestialidad, los hombres respondían con sangre y muerte, las bestias con estampidas de costosa libertad.
La batalla era desigual, los hombres —y no las bestias— se encargaron de que fuese inhumana. No obstante, con el correr de las horas la dispersión pareció acrecentarse, al punto de tornar incontrolable a esa masa de cuadrúpedos que exponían a las balas su único tesoro: la libertad.
El mayor terrateniente de aquellas hermosas inmensidades no fue la excepción. Los animales rodearon la estancia colonial ante la pasmada familia, que veía a través de los amplios ventanales de la finca un cuadro inconcebible: una apretada masa de ovejas que progresivamente comenzaba a balar.
Pronto el ruido se hizo ensordecedor, sumado al estruendo de los rifles del estanciero y sus hijos, que en cuestión de minutos se dieron cuenta de que —antes de detenerse a tratar de comprender la situación— ya estaban disparando contra esos indefensos animales.
Se sumaban cuadrúpedos a cada momento, la familia miraba azorada como se había formado una masa compacta que rodeaba el casco de la estancia varios cientos de metros a la redonda.
Estaban perplejos y aterrados, tal vez por primera vez en su vida sentían un atisbo de indefensión a pesar de su enorme poder. Las bestias balaban con furia inusitada, que parecía aumentar conforme se repetían los disparos y la muerte de decenas de ellas.
Esa salvaje patria paria parecía tener conciencia del fruto de su propia determinación. El turbio gris plomizo del cielo dió lugar a un celeste muy tenue en jirones de nubes bajas, mientras la masa de animales producía una indescriptible sensación de serenidad, de unidad, de comunión.
Lo imposible era ahora posible, aunque seguía siendo inexplicable para la acorralada familia. El mayor de los hijos estaba aturdido, por primera vez empuñaba un arma, y sin embargo no dejaba de sentirse indefenso ante ese cuadro sobrenatural.
El terror se apresó de su mente, y por un momento cruzó por ella una asociación de ideas que produjo que dejase de disparar su rifle. Vió como aquellas miles de criaturas se humanizaban, adquirían rostros y miradas inteligentes, insoportablemente inteligentes, al tiempo que de la más profunda intimidad de cada persona de esa muchedumbre surgía un atronador grito al unísono: ¡Viva la Patria!
De las entrañas de la tierra surgió una enorme bandera argentina, sostenida por miles de manos firmes que la elevaban muy lentamente. Infinitas lágrimas fueron la silenciosa respuesta de la multitud congregada, unida espiritualmente bajo ese paño que después de tantas décadas oscuras, parecía cobrar algún sentido para esa multitud que tanto sufrió por culpa de tan pocos... Tal vez fuese una metáfora de lo que vendría.
Abrió los ojos. Su padre le preparaba en silencio todo lo necesario para hacer el rodeo diario, mientras el joven Armando se tapaba la cara, como queriendo huir de la luz. O de la pesadilla. O de la realidad. Hería sus ojos el reflejo del sol del amanecer en su rifle colgado sobre la pared.

© Julián Chappa