lunes, 5 de enero de 2009

GERSON RAMIREZ, UN AMIGO DEL PERÚ

Conocí a Gerson allá en Trujillo cuando Feliciano Mejía nos presentó en una tertulia literaria. Luego de más de un año, quisiera que todos aquellos que viajan por la Fragua Universal, conozcan un poco de su obra.



EL HOMBRE DEL RÍO

El viejo estaba sentado sobre un tronco de espino, junto a un haz de leña, venteando pacientemente unas hojas de coca. La llama mortecina de una lámpara mohosa me dejó distinguir en un rincón del bohío, una hoz, dos viejas palanas y un machete sin filo. Algo hervía sin apremio en el fogoncito de lumbre intermitente.

Un desasosiego pertinaz me había llevado casi al anochecer, hasta ese lugar alejado del pueblo, a través de interminables cañaverales, desmereciendo el graznido malagüero de los pájaros, hasta cruzar aquel río fangoso de marzo, antes de divisar la choza perdida entre la fronda del monte. Al verme de pie junto a la puerta de hojalata, el viejo no se inmutó; parecía vigilar desde muy cerca otros tiempos para que no se le fueran a escapar repentinamente de las manos. Y por qué, me pregunté después, habría de mortificarle mi presencia, si era yo quien estaba en desventaja ante una eventual disputa. Tal vez me había visto llegar, entonces había planeado la estrategia para huir de allí sin rasguños.

El extraño fulgor de la lámpara alumbró repentinamente la semioscuridad del bohío y distinguí su manera casi inexpresiva de saborear la coca. Cabizbajo, examinaba la hoja de acero del calero; sopesaba su firmeza. Tenía la certeza de tener entre sus manos un arma pequeña, pero capaz de rasgar la vena más profunda de cualquier fiera de monte. Tuve miedo de estar tan cerca de él y retrocedí.

La puerta entreabierta me dejó ver el campo. Bajo la luna llena distinguí la sombra de los frutos y percibí sus fragancias. El óreo de la madrugada y el silencio del viejo empezaron a cubrirme de zozobra, por eso me apresuré a demostrarle mi firmeza:
–¿Sabes quién soy?
El viejo no respondió. La cal de su boca había quemado todas sus palabras. Sólo la leña del fogón crepitó en señal de respuesta. Y mientras él sosegaba el pasado con su silencio, yo imaginé su final. Con el machete partiría en dos su cabeza, y sin que se haya extinguido aún su último aliento, lo sacaría a rastras de la choza y desde lo más alto del barranco lo haría rodar río abajo…
En ese instante el viejo carraspeó bruscamente. Entendí que así suplicaba mi anuencia para ser escuchado.

–Mírame bien a la cara– dije.
–No hace falta– pronunció inesperadamente–. Puedo reconocer los arrebatos de la sangre a miles de kilómetros…

Sus palabras me confundieron. Con más holgura se arrellanó en su asiento y escupió sobre el fogón. En el resplandor momentáneo de las llamas otra vez vi su rostro. Era una tez rubicunda curtida por el sol del campo y la intemperie.

Se llamaba Fortunato Campos. Era hijo de un bandolero que cambió su nombre para establecerse en esta hacienda de la costa hasta convertirse en capataz. Se libró de la plaga de viruela que mató a su padre, pero heredó de él la fortaleza física y el odio de todas las mujeres que lo habían conocido.

En ese momento pensé que dilatar el tiempo significaba aguardar la llegada de algún sentimiento de lástima que echaría por tierra mis verdaderas intenciones. Entonces me apresuré a decir:
–Cuántas mujercitas pasaron por tu cama, Fortunato…

El viejo dejó de chacchar. Quería oírlo defenderse, que levantara su voz contra mí, que dijera algo acerca de mi madre; pero sabía que su silencio me indignaba y se mantuvo impasible.
–No me respondes, Fortunato. Entonces es cierto lo que dicen: que preferías los surcos en medio de los cañaverales para empacharte de cuanta hembra se cruzara en tu camino. Porque para ti solamente fueron hembras, Fortunato, bien los sabes…
–Lo recuerdo todo muy bien–-respondió fríamente–. Sus palabras avivaron repentinamente la llama mortecina del fogón.



II

Mientras vivió mi madre, jamás quise contradecirla. Por eso acepté de buena gana no indagar más acerca de él. Pero empecé a odiarlo desde el día en que el padre de mi hijo (que nacerá pronto) me confesó que su padre había sido hijo de un bandolero, y que había muerto meses antes de que él naciera.

Pero Fortunato Campos vivía. Lo tenía frente a mí, cavilando sobre la manera más certera de acabar conmigo. Cuando la luz del fogón volvió a iluminar su rostro, comprobé que estaba llorando.
–Es tarde para llorar, Fortunato; esas lágrimas ya no conmueven a nadie.

El viejo se reclinó lentamente contra la pared. Su puño entreabierto dejó caer unas hojas de coca sobre la tierra arcillosa del bohío. Lágrimas de ira, impotencia o temor rodaron repentinamente por su rostro como gotas de lluvia que mojaban, sin dañar, una piedra incólume.

Para no dar tregua a su desconocida astucia, tomé el machete del rincón sin luz y le pregunté con rencor, con desesperación, si era verdad que yo tenía un hermano que se llamaba como él, y con el arma en vilo sobre su cabeza esperé su respuesta. Pero Fortunato no respondió. En ese instante no pude lanzar contra él alguna ninguna expresión de desprecio. Me quedé a su lado en silencio, no sé por cuanto tiempo, escuchando el chirriar de los insectos y el ronquido gutural del río muy cerca de nosotros.

Cuando fui conciente otra vez de mi completa soledad en aquel monte, ahogué el fogón con un puñado de tierra y tiré junto a sus pies el machete. Al salir de la choza, apagué de un soplo la luz de la lámpara, cerré la puerta sigilosamente y lo dejé morir en paz.

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